8 Los jóvenes me veían y se escondían. Los ancianos se levantaban y permanecían en pie. 9 Los magistrados detenían sus palabras y ponían la mano sobre sus bocas. 10 La voz de los nobles enmudecía y su lengua se les pegaba al paladar.
11 Los oídos que me escuchaban me llamaban bienaventurado, y los ojos que me miraban daban testimonio a mi favor. 12 Porque yo libraba al pobre que clamaba y al huérfano que no tenía ayudador. 13 La bendición del que iba a perecer caía sobre mí, y daba alegría al corazón de la viuda.
14 Me vestía de rectitud y con ella me cubría. Mi justicia era como un manto y un turbante. 15 Yo era ojos para el ciego y pies para el cojo. 16 Era padre de los menesterosos. Me informaba con diligencia de la causa que no entendía. 17 Rompía las quijadas del perverso y de sus dientes arrancaba la presa.
18 Me decía: En mi nido moriré, y como la arena multiplicaré mis días. 19 Mi raíz se extendía hacia las aguas, y el rocío pernoctaba en mi ramaje. 20 Mi honra se renovaba en mí, y mi arco se fortalecía en mi mano.
21 Me escuchaban, esperaban y guardaban silencio ante mi consejo. 22 Después de mi palabra no replicaban. Mi razón destilaba sobre ellos. 23 La esperaban como a la lluvia temprana, y abrían su boca como a la lluvia tardía. 24 Si me reía con ellos, no lo creían, y no tenían en menos la luz de mi semblante.
25 Yo les escogía el camino, y me sentaba entre ellos como su jefe. Yo vivía como un rey en medio de su tropa, como el que consuela a los que están de duelo.
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